"Tremenda Noche Vallecana"

 

por Pérez Abellán


Miles de manos alzadas en el césped y en las gradas. Cientos de lucecitas en cuanto llegó la oscuridad, vieja amiga. Sobre un puente de cabezas turbulentas, con miles de espectadores aplaudiendo y saltando, el que pasa por ser el mejor dúo de todos los tiempos, Simon y Garfunkel, actuó y conquistó a los madrileños. Las edades oscilaban alrededor de los treinta años. Algunos, pocos, tenían unos años menos y otros, algunos de más, pero por donde quiera que mirabas veías gentes que alucinaban con el recuerdo. Sonaban las melodías que llegaron de fuera y les hicieron estremecerse y cantar, apretar a sus parejas de baile, en los tiempos de su juventud y, por eso, todo el césped estaba lleno, coreando y escuchando.
Sobre la hierba del Rayo Vallecano, estadio con capacidad media, había muchos que iban por primera vez a vallecas, a ver de una vez que no es tan malo. Y muchos otros que entraban por primera vez en este campo de fútbol, en cualquier campo de fútbol.
Estaban extrañados, sorprendidos, admirados, encantados, viendo cómo la masa se movía y se agitaba en las tribunas, en las gradas, haciendo resonar todo el campo con aplausos.
Art Garfunkel y Paul Simon salieron vestidos de forma diferente y que ofrecía un fuerte contraste. El rubio Artie, con pantalón y camiseta. El compositor Simon, con pantalón y chaqueta de corte bastante clásico, y se les notaba admirados. Porque si el 19 de septiembre de 1981, Simon y Garfunkel reunieron 500.000 espectadores en el Central Park de Nueva York, en Vallecas el mitin fue igualmente tremendo y -en proporcion- igualmente grande. Vallecas fue Nueva York.
Cuando el gentío agitaba sus manos y encendía sus mecheros y sus antorchas diminutas, quería hacer y decir algo más que le gustaba la música. Estaban comunicando corrientes de electricidad, pacificadoras y beatíficadas, todos de acuerdo en ovacionar y en pasarlo bien.
La gente gritó anoche, y entre esa gente estaban todos los treinteañeros diciéndose, al participar con gozo en tamaño acontecimiento, que quieren que llegue la era de la alegría, en contra del “mundo feliz”.
¿Pero quienes son estos profetas? ¿Qué anuncian estos extraños tipos que convocan a esas enormes masas variopintas? Y además les escuchan como ya no se escucha a casi nadie: De pie, durante hora y media, atentos, asistiendo, entusiasmados. Una extraña fuerza. Un deseo de cambio.
Estaba allí, al principio del concierto Juan Luis Cebrián, el director del diario “El País” atacando con entusiasmo un bocadillo de queso, en una grada, pensando quizá sobre estos extremos que decía la gente cuando aplaudía y llegó Miguel Rios levantando al público que le jaleaba. Y entonces, o poco antes, se fue la luz. Y las miles de gargantas gritaron, primero por un repiqueteo de poca lluvia y luego por el cortocircuito de la manguera. Pero una vez arreglado, aquello ya no lo paró nadie. Simon y Garfunkel toda una vieja y nueva época.
Seguro que el moreno Paul y el rubio Artie quedaron impresionados con la acogida del público madrileño. Les reclamaron muchas veces y les agradecieron los recuerdos y la alegría que les trajeron. Artie aplaudía al estadio y escuchaba repetidos los bravos, y Paul se agarraba a su guitarra tal vez desorientado, agradablemente sorprendido. Fue demasiado.

 

27 de Mayo de 1982
Diario 16

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