El Puente Para
una Prostesta Sintética

 

por J.M. Costa


El dúo Simon y Garfunkel, uno de los mitos más arrolladores de la música de los años sesenta, actúa esta noche, a las diez, en el estadio del Rayo Vallecano, donde se darán cita unas 33.000 personas, en su mayoría treintañeras. El espectáculo tendrá una duración, según contrato, de 2.10 horas sobre un escenario cubierto de unos 25 metros de longitud que han montado 50 obreros dirigidos por un equipo inglés. El coste de montaje ha superado los cuatro millones de pesetas. El dúo y la docena de músicos que les acompaña utilizarán 100.000 watios de sonido. El recital, primero que ofrecen en nuestro país estos dos grandes cantantes, está asegurado en 25 millones de pesetas y cuenta con 118 personas encargadas de su servicio de orden.

Hay veces que la amargura nos viene rodando por el tiempo. Hasta alcanzarnos. Es cuando miramos quiénes fuimos y entendemos que, en plena inocencia, recibimos el gato por liebre, que fuimos engañados dulcemente y a traición. Claro, no todo es tan sencillo, pero creo muy lícito pensar que Simon y Garfunkel fueron poco más que un monstruoso y desgraciadamente bello sustitutivo para una generacion a la busca de verdades. Politicas. Sentimentales. Cósmicas y sociales.
Era un tiempo muy marcado. Los Jovenes españoles arañaban las respuestas en Pete Seger o en los Beatles, en Violeta Parra o en Joan Manuel Serrat. Buceaban en las librerias para situar juntos a Marcuse y al Tao Te King, a Wilhelm Reich y a Miguel Hernandez. Se descubria a Bergman y a Saura, se escuchaban los lejanos ecos del tetro de guerrillas norteamericano, se contemplaban cien veces las cien caras de Marilyn o los cien botes de Campbell, se veraneaba en Benidorm. Las universidades, los colegios y los tajos rebosaban de excitantes actividades que enseñaron a amplias masas batidas el agridulce sabor de la ilegalidad. Vivial él.
Simon y Garfunkel nos trajeron entonces protesta sintetica. Y sensibilidad verdadera. Tenian su buena parte. Aquella que permitia escuchar sus canciones y susurrar que uno, precisamente uno, era el puente por el que tú, precisamente tú, puedes salvar un abismo de aguas encrespadas. La angustiada vida de la adolescencia. Conocían al arte de liberar los sueños y hacernos entrar por el espejo de sus insinuaciones, arrebatándonos con esas voces de satén ¡tan alejadas del áspero surrealismo de un dylan, de un Lennon, de esa otra gente!.
Simon (y Garfunkel) hablaban de incomunicacion en forma precisa. Pero “la gente se inclinó y oró al dios de neón que ella misma había hecho (...) Las palabras están escritas en las paredes del subterráneo y en salones de los edificios y susurran en los sonidos del silencio”. Pero “no hables de amor, ya escuché antes esa palabra, está durmiendo en mi memoria. Y no quiero turbar el sueño de sentimientos que han muerto. Si nunca hubiera amado, nunca hubiera llorado. Soy una roca, soy una isla”. Pero dicho con una voz tan queda, tan serena, tan hipnótica y tan distanciada, que nos volcaba aún más en la soledad. Frente a El desierto rojo, de Antonioni, las canciones de Simon & Garfunkel no mostraban el sufrimiento del incomunicado, no expresaban el pavor al vacío...
Las suyas eran letras y músicas melancólicas que impulsaban a superar el abismo por la vía sencilla de lo sentimentaloide, de la mueca escéptica que no se atreve a gritar.
Pero –¡qué duda cabe!- eran geniales. El sistema puede generar mentiras impresentables o asimilar mentiras de dos caras. Simon y el otro ocultaron a Phil Ochs y al mismo Dylan de semejante manera a como Grateful Dead y sus flores sirvieron para emborronar la represión que caía sobre los hiperpolitizados MC5.
Y así vendieron más de ocho millones de elepés de sus aguas turbulentas y enriquecían con su música aquella suave aventura vecinal que era el graduado (muy fuerte para la meseta de aquellos días).
Ahora, cuando tienen cuarenta años, resurgen de la lejaníam cuando sus fieles ya han escuchado, ahora de verdad, los sonidos de algún silencio, han preferido hacerse de piedra y están dispuestos a sentir, desde la ingenuidad despojada, tanta y tanta verdad del barbero. Pero también recordarán una tarde veraniega en la que ponía el sol y una melodía invadía el alma dispuesta, y alargaba el brazo en torno a unas espaldas deseadas para que dos se hicieran uno. O una tarde gris de invierno, cuando uno se hizo dos de nuevo y el camino se presentaba oscuro, y el alma dispusta se encontraba sin saber, y la melodía sonaba en una radio lejana.
Simon y Garfunkel, los espejos, se refieren ahora a un tiempo que fue mejor para ellos. Que pareció mejor para todos, Que fue tan duro y confuso como para trasformarles en un símbolo. De pureza. De belleza. De sensibilidad. De amor. Y tal vez renueve el milagro y en las calles de Vallecas sólo suene el sonido del silencio, en vez del chirriar de metales, de las voces paradas, de la risa festiva o el llanto de la impotencia. Eso es lo que hicieron una vez. Quiza puedan repetirlo.

El estadio del Rayo Vallecano, al que hoy se dirigirán 33.000 admiradores de Simon y Garfunkel, está situado en la avenida de la Albufera del barrio madrileño de Vallecas. Por metro, se llega a él usando la linea Plaza de Castilla – Portazgo, con descenso en la estación Puente de Vallecas. El estadio se halla en una zona que facilita el aparcamiento de automóviles, tanto en las calles adyacentes como en la esplanada Arroyo del Olivar, que se encuentra a espaldas de la tribuna presidencial del propio campo. Las entradas no dan derecho al uso exclusivo de un asiento, por lo que numerosos espectadores han decidido concentrarse en el lugar hasta dos horas antes de que comienze el espectáculo. Los organizadores llevan tres días montando todos los detalles del recital. Un grupo de obreros ingleses dirigen a los contratados en España, a los que se exigen que sean capaces de trabajar a alturas superiores a 50 metros.

 

25 de Mayo de 1982
El País

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